Segundo
Domingo de Cuaresma Ciclo A
En
el primer domingo de Cuaresma veíamos a Jesús cómo hacía penitencia, ayunaba
durante cuarenta días y cuarenta noches, a nosotros también nos invitaba para
que hagamos penitencia en este tiempo de cuaresma.
También
yo os digo que hagamos penitencia por nuestros pecados, por los pecados de
nuestra familia y, de una forma especial, por los pecados de todos los hombres y
de nuestra comunidad del Espíritu Santo.
Hoy,
segundo domingo de Cuaresma, vemos a Jesús que se transfigura y nos invita, en
este tiempo cuaresmal, a transfigurarnos.
Tiempo
de Cuaresma, de reconciliación, de dejar el hombre viejo para revestirnos del
hombre nuevo. San Pablo decía a la comunidad de Corinto: Renunciar
a vuestra conducta anterior y al hombre viejo, corrompido por apetencias engañosas.
De este modo os renováis espiritualmente y os revestís del hombre nuevo creado
a imagen de Dios (Ef 4,22-23).
Para
entender el evangelio de hoy, tenemos que recurrir a su contexto. Jesús acaba
de anunciar su pasión, muerte y resurrección, y los apóstoles no reciben bien
estas palabras del Maestro: Entonces Pedro, tomándolo aparte, se puso a recriminarle: ‑Dios
no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso. Pero Jesús, volviéndose, dijo a
Pedro: ¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus
pensamientos no son como los de Dios, sino como los de los hombres (Mt
16,22-23). Son palabras muy fuertes, tanto las de Jesús como las de Pedro. No
están conformes con lo que acaban de expresar. Podríamos decir que, en esto
momentos, la relación entre Jesús y los discípulos es tensa y provoca una
crisis. ¡Era muy trascendente lo que Jesús acababa de decir: pasión, muerte y
resurrección!
En
estas circunstancias, Jesús se lleva a Pedro, Santiago y Juan a lo alto de una
montaña y se transfigura: Su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como
la luz (Mt 17,2). Jesús los quiere animar y desea fortalecer su fe. Aparece
su divinidad. Jesús está en medio de Moisés y Elías, como si fuera el centro
de la historia, se oye la voz del Padre que dice: ‑Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo (Mt
17,5).
Después
de esta introducción, centramos hoy nuestra mirada en Jesucristo, como estaba
la mirada de los discípulos.
Los
discípulos habían visto a Jesucristo muchas veces, lo admiraban, y por esto le
seguían, pero no habían captado su divinidad, la relación de Jesús con el
Antiguo Testamento y la relación de Jesús con su Padre.
Jesús
se los lleva a lo alto de la montaña del Tabor y se transfigura, acompañado de
los personajes más importantes del Antiguo Testamento, y se oye la voz del
Padre.
Más
tarde, Pedro, cuando ya se hizo viejo, escribiendo su segunda carta, recordará
con gozo esta visión y la voz del Padre: Y
esta voz que venía del cielo, que nosotros escuchamos cuando estábamos con él
en el monte santo (2 Pe 1,18).
En
un ámbito de oración, en lo alto de una montaña, y en el silencio, es como
los tres discípulos predilectos ven a Jesús, no sólo como hombre, sino también
como Dios.
Después
de la visión, vuelven a ver Jesús, solo, pero no como antes. Habían visto a
Jesús transfigurado, y cuando lo ven después, ya no lo ven igual que antes. Veían
en Jesús al Hijo de Dios, a quien han de escuchar.
Hay
muchas maneras de mirar y de ver a Jesús. Muchas personas miran a Jesús con
curiosidad. Saben algo de su vida, ha tenido una gran trascendencia en la
historia de la humanidad, pero en sus vidas no tiene importancia, prescinden de
él.
Otras
querrían que Jesús desapareciera. Cuántas veces han luchado los hombres por
quitar a Jesús del mundo, y no han podido. Muchos gobiernos lucharon en nombre
de una doctrina atea, para quitar la religión, cerraron muchas iglesias y
persiguieron a cardenales, obispos, presbíteros y laicos. Después de muchos años
vemos que vuelven a abrirse las puertas de las iglesias y se establecen
relaciones con el Vaticano. En Rumania, después de la caída del comunismo, un
grupo de jóvenes cantaba con voz potente en la plaza de la República de
Bucarest, que Jesús había resucitado y que vivía.
Otras
personas miran a Jesús como lo miraba Pedro. Veía a Jesús como el Hijo de
Dios y se sentía pecador. En la pasión, Jesús pasó delante de Pedro. Los dos
se miraron, y Pedro recordó su pecado de cuando lo negó y lloró amargamente.
Dice el evangelista Lucas: Entonces el Señor se volvió y miró a Pedro. Pedro se acordó de que
el Señor le había dicho: “Hoy mismo, antes que el gallo cante, me habrás
negado tres veces”; y saliendo fuera, lloró amargamente (Lc 22,61-62).
Nosotros
también, en este tiempo de cuaresma, hemos de mirar a Jesús como Pedro. Jesús
Hijo de Dios, nos invita a que nos arrepintamos de nuestros pecados y a una
conversión de corazón.
Finalmente,
hemos de mirar a Jesús como Juan el Evangelista, el discípulo que quería de
verdad al Señor, el que nunca lo negó, le acompañó hasta la cruz y fue su
gran amigo durante toda la vida.
Jesús,
es para nosotros, como lo era para san Juan, nuestro gran amigo, y con estos
ojos hemos de mirarlo, escuchar lo que nos quiere decir, dialogar con Él en la
oración frecuente y participar del banquete eucarístico. Los buenos amigos, de
vez en cuando, comen juntos y se manifiestan su amor.
San
Pablo escribe estas palabras tan realistas a la comunidad de Corinto: A
nosotros que hemos puesto la esperanza, no en las cosas que se ven, sino en las
que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven
son eternas (2Cor 4,18).
Una
recomendación final: