Tercer Domingo de Cuaresma  Ciclo A

Antes de empezar me gusta deciros como dice un salmo que rezamos al empezar el día: No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como en día de Masá, en el desierto, cuando me tentaron vuestros padres y me pusieron a prueba, a pesar de haber visto mis obras.

Vosotros no endurezcáis vuestro corazón, como hicieran aquellos israelitas que, a pesar de haber visto los grandes prodigios que el Señor había hecho por su pueblo, cuando estaban en el desierto y tenían sed, se preguntaban si el Señor estaba con ellos: ¿Está o no está el Señor en medio de nuestros? El salmista dice: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque había visto mi obras” (Sal 94,8-9).

Sabemos que el Señor está en medio de nosotros,que está dispuesto a hablarnos y a dialogar con nosotros, si nosotros no endurecemos nuestro corazón lo hará, del mismo modo que el Señor dialogó con la samaritana, tal y como lo hemos escuchado en el evangelio. Ahora vamos a hacer un pequeño comentario.

El evangelio de hoy es un ejemplo de diálogo. Fácilmente podamos hacer la composición de lugar. Era mediodía y hacía calor. Jesús estaba cansado. También se cansaba, y se paró a descansar al lado de un pozo. Era el pozo del patriarca  Jacob que dio a sus hijos.

Estando allí descansando, se le acerca una mujer pecadora y samaritana que iba a sacar  agua. Y Jesús comenzó a dialogar con ella de este modo. Primero le pide agua para beber, le pide un favor. Él, que es la fuente de la vida, pide agua a una mujer pecadora. Ella le responde diciendo: ¿Cómo es que tú, siendo judío te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana? (Jn 4,9). El evangelista Juan lo hace notar: (Es de advertir que los judíos y los samaritanos no se trataban) (Jn 4, 9).

Jesús, que es humilde, no hace caso de la respuesta maleducada de la mujer y le dice que él puede darle un agua viva. Ella no se lo cree, ya que Jesús no tiene cubo para sacarla. Pero Jesús le habla, no de un agua material, sino de un agua espiritual. Ella no lo entiende. Al final de la conversación lo entenderá y le dirá a Jesús: Señor, dame ese agua; así ya no tendré más sed y no tendré que venir hasta aquí para sacarla (Jn 4,15).

Jesús le da su confianza, y ahí comienza una confianza mutua. Mira a esa mujer que es pecadora y la quiere reconciliar con Dios, por eso le dice que vaya a buscar a su marido. Ella le responde: No tengo marido. Jesús prosiguió: Cierto, no tienes marido. Has tenido cinco, y ése, con el que ahora vives, no es tu marido. En esto has dicho la verdad (Jn 4,16-17).

Aquella mujer reconoce que Jesús tiene una gran personalidad y, por eso, le habla del culto y de adoración divina. Le pregunta dónde se ha de adorar a Dios, en aquella montaña, o en Jerusalén. Jesús le contesta: Créeme mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene de los judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad (Jn 4, 21,23).

La conversación sube de tono y la mujer le habla del Mesías. Ella ya está preparada y Él aprovecha esta ocasión por decirle: Soy yo el Mesías, el que está hablando contigo (Jn 4,26). ¡Qué diálogo más bonito y sereno! Termina diálogo diciendo que la mujer se vuelve al pueblo y cuenta todo a la gente: Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será el Mesías? (Jn 4,29). ¡Qué cambio! Aquella mujer que no quería dar agua a Jesús se convierte en un gran apóstol del Señor.

Aprendamos a dialogar con el Señor como lo hizo la samaritana. No vamos al templo para cumplir un precepto o sólo para escuchar, sino por dialogar con Jesús, podemos contarle todas nuestras alegrías y penas, nuestras preocupaciones, nuestros propósitos de ser mejores, todo, pidiéndole fuerzas para saber responder a su gracia.

También hemos de dialogar con los hermanos. Los esposos tienen que dialogar si quieren que su matrimonio vaya bien; los padres con los hijos; y, en general, con las personas con quienes nos relacionamos. El rector tiene que dialogar con el vicario, y el vicario con el rector, etc.

Los equipos de matrimonios de la Virgen María aconsejan que los matrimonios hagan cada mes lo que llaman la "sentada", que consiste en un rato de oración, una revisión de su vida matrimonial y su proyección.

Y, ¿qué es dialogar? Podamos definirlo diciendo: es una conversación amorosa entre dos personas que se escuchan y tienen un cambio de impresiones sobre un tema determinado. Esta definición del diálogo era una idea que deseaba daros.

Permitidme otra idea. Aquella mujer inquieta, que Jesús encuentra junto al pozo, tiene sed, y no sólo de agua sino de felicidad. También nosotros tenemos sed. Sed de verdad, de felicidad, de amor, de vida. ¿Dónde encontraremos el agua para saciar nuestra sed? Encontramos la respuesta en el agua viva que da Jesús: Todo el que bebe de este agua, volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna (Jn 4,13-14). Él es capaz de saciar nuestra sed de amor y de felicidad: Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7, 37-38).

Aquella mujer encuentra a Jesús y su vida cambia. También nosotros hemos encontrado a Jesús; sea en un momento determinado, sea en el transcurso de nuestra vida, por eso hoy estamos aquí. En este encuentro con Jesús hemos de descubrir, como la samaritana, que Él, y sólo Él, puede darnos este agua viva, capaz de saciar nuestra sed, nuestros deseos y darnos la felicidad plena, la felicidad que sólo se encuentra en el amor a Dios y practicando el mandato de Jesús: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12).

Finalmente, la última idea es que aquella mujer pecadora se convierte en un gran apóstol de Jesús. Dejó el cántaro, volvió al pueblo y decía a la gente que fuera a conocer a Jesús.

Después de este encuentro en la Eucaristía de hoy, seamos como la samaritana, grandes apóstoles de Jesús, como los samaritanos, proclamemos a Jesús como Salvador del mundo.