DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy una de las fiestas más importantes de todo el año para toda la Iglesia y, especialmente, para nuestra comunidad, que está bajo la protección del Espíritu Santo.

Un día san Pablo fue a la ciudad de Éfeso y preguntó a los fieles: "¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Ellos respondieron: Ni siquiera hemos oído hablar de que exista un Espíritu Santo" (Hch 19,2).

Estoy seguro que muchos de vosotros me responderíais de la misma forma y yo os podría responder: "¿Sabéis que si hoy estáis aquí, en este templo, es gracias al Espíritu Santo?"

En el Credo cantamos: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas".

Analicemos la acción del Espíritu Santo en la vida de Jesús, de la Iglesia y en la nuestra.

En la vida de Jesús

Jesús inició su vida en la tierra por obra y gracia del Espíritu Santo. Cuando María contestó al ángel que no conocía varón, el ángel le respondió que el fruto de sus entrañas sería por obra y gracia del Espíritu Santo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios" (Lc 1,35).

Cuando Jesús fue a la sinagoga de Nazaret leyó estas palabras de Isaías: "El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19). Cuando acabó de leer dijo que estas palabras de Isaías se cumplían en su persona.

También san Pablo dice que el ofrecimiento de Jesús en la cruz por la salvación del mundo fue por la fuerza del Espíritu (Heb 9 ,14).

El Espíritu Santo en la Iglesia

Jesús, antes de subir al cielo, dijo a los apóstoles que no estuvieran tristes, que no los dejaría huérfanos, sino que les enviaría al Espíritu Santo Consolador: "(...) y yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros" ( Jn 14,16).

En la primera lectura hemos escuchado cómo vino el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego y cambió completamente a los apóstoles. Aquellos hombres tímidos, que tenían miedo a los judíos, por la fuerza del Espíritu Santo salieron a predicar el mensaje de Jesús con valentía.

En el concilio de Jerusalén, cuando se discutía si, para ser cristiano, antes se debía ser judío, san Pedro contestó: "Porque hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros otras cargas más que las indispensables" (Hch 15,28).

"El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia" (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 747).

El Espíritu Santo en nosotros

Jesús, hablando de la viña del Padre, dice que Él es la vid y nosotros los sarmientos, y podemos afirmar que el Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre, que hace dar frutos a los sarmientos (Jn 15,1-17; Ga 5,22).

Escuchemos a san Pablo: "(...) nadie puede decir: Jesús es Señor, si no está movido por el Espíritu Santo" (1Cor 12,3).

Jesús dijo a Nicodemo que para poder entrar en el reino del cielo era necesario renacer por el agua y el Espíritu (Jn 3,1-5). Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El Bautismo nos hace templos del Espíritu Santo: "¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros?" (1Co 6,19). El Espíritu Santo habita en nuestro interior por la gracia del bautismo y nos da la facultad de vivir y actuar bajo la moción del Espíritu Santo por sus dones.

Hemos recibido también el Espíritu Santo en el sacramento de la confirmación. El señor obispo confiere este sacramento con estas palabras: "Recibe el signo del don del Espíritu Santo". Y la confirmación nos comunica los frutos que san Pablo enumera en una carta: "(...) los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo" (Ga 5, 22-23) y también una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1303).

El Espíritu Santo nos perdona los pecados en la confesión. El sacerdote, que ha recibido el poder de perdonar los pecados, lo hace en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Gracias al Espíritu Santo el pan se convierte en el cuerpo de Jesucristo y el vino en su sangre. En el Concilio Vaticano II encontramos estas palabras: "En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber: Cristo mismo, nuestra Pascua y el Pan vive por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo" (PO 5).

Cuando vamos a comulgar recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo nacido de María y del Espíritu Santo.

¡Cuántas veces no sentimos la presencia del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones! San Pablo ponía como argumento para que los cristianos no pecaran que no entristeciéramos al Espíritu Santo que habita dentro de nosotros.

El Espíritu Santo nos santifica, nos vivifica, nos da la vida y nos llena de sus dones para que podamos repetir, en verdad, con el salmista: "Mi alma se ha enamorado de Ti, me sostiene tu mano" (Sl 62,9).

Finalmente, os aconsejo que seáis muy devotos del Espíritu Santo.