DOMINGO TREINTA Y DOS DURANTE EL AÑO - Ciclo C

El evangelio nos habla de los saduceos.

¿Quiénes eran los saduceos?

Los saduceos eran un sector muy reducido en la sociedad judía de entonces, pero muy poderoso, porque dominaba a los sacerdotes, a la administración del templo, amigos de los romanos y contemporizaban con el ambiente pagano. Adversarios de los fariseos, ya que éstos creían en la resurrección de los muertos, en lo que ellos no creían.

La pregunta que hemos escuchado en el evangelio de hoy, en aquel caso hipotético de una mujer que se casa con siete hombres, fue hecha con la intención de desacreditar a Jesús, que creía y predicaba la resurrección de los muertos, como también creía la madre de los siete hermanos macabeos.

Comentario a la primera lectura

Una de las cosas que me impresionaba más en mi infancia de la Historia Sagrada, era el relato de los siete hermanos macabeos y la valentía de la madre.

El rey Antíoco quería obligar a esta buena madre y a sus hijos a comer carne de cerdo, que la ley de Moisés prohibía. Comer carne de cerdo significaba renunciar a la ley de Moisés.

Todos los hermanos murieron por no querer comer carne de cerdo. La madre ve como sus hijos, muy valientes, dan su vida por defender la ley de Moisés,

Cuando llegó el turno al más pequeño, el rey le prometió toda clase de riquezas y honores y, llamando a la madre, le rogaba para que salvara a su hijo. La madre, no hizo caso al rey sino, al contrario, dijo a su hijo que mirara al cielo y no a la tierra, que siguiera el ejemplo de sus hermanos y diera su vida para poder reencontrarla un día junto a sus hermanos.

¡Qué madre más valerosa y más llena de fe! Hoy nos hacen falta madres como la madre de los macabeos. Quizás porque no las tenemos, muchas veces los hijos no siguen el ejemplo de los padres.

Querría remarcar las palabras del cuarto hermano: Los que mueren en manos de los hombres tienen la dicha de poder esperar en la resurrección. Sin embargo para ti no habrá resurrección a la vida (2 Mac 7,13).

Comentario al evangelio

Unos saduceos fueron al encuentro de Jesús. Los saduceos negaban que los muertos resucitaran, por eso le propusieron esta cuestión: -Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si el hermano de uno muere dejando mujer sin hijos, su hermano debe casarse con la mujer para dar descendencia a su hermano (Lc 20,28).

Los saduceos se referían a lo que está escrito en el libro del Daniel (12, 2-3) y ellos plantean así la pregunta poner a Jesús en un aprieto.

Jesús les contesta que en la vida futura el hombre resucitado no vivirá como ahora en este mundo, sino muy diferente y señala tres características de las personas que serán como dignos de un lugar en el mundo venidero, porque no es un Dios de muertos sino de vivos (Lc 20,35-36).

La existencia de los justos resucitados tendrá estas tres características:

Hijos de Dios.

Serán parecidos a los ángeles.

No morirán nunca.

Hijos de Dios

La fe nos asegura que Dios es nuestro Padre, y cuando rezamos el Padrenuestro las primeras palabras que pronunciamos son: Padre nuestro que estás en el cielo. Por la fe sabemos que el bautismo nos hace hijos de Dios y esta filiación divina la disfrutaremos plenamente en el cielo, porque al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas (De la plegaria eucarística III).

Considerad qué amor tan grande nos ha demostrado el Padre. Somos llamados hijos de Dios (1 Jn 3,1-2).

Semejantes a los ángeles

Cuando Jesús dice que los que resuciten serán parecidos a los ángeles, no se refiere a su incorporeidad, sino como a seres creados por Dios que contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial (Mt 18,10).

Sobre la resurrección

Nosotros, cristianos, creemos en la resurrección de los muertos, porque nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos viven por él (Lc 20,38).

San Pablo escribiendo a los Tesalonicenses decía. No queremos, hermanos, dejaros en la ignorancia acerca de los que han muerto, para que no os aflijáis como los que no tiene esperanza. Nosotros creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, y que, por tanto, Dios llevará consigo a los que han muerto unidos a Jesús (1 Tes 4,13-14).

Creemos en la resurrección porque somos hijos de Dios, y Dios nos ha creado no para morir, sino por resucitar y gozar de su presencia eternamente.

Sabemos que resucitaremos pero no es fácil explicar la vida de los resucitados. Jesús nos dice que la vida de los resucitados no es como la vida de aquí en la tierra y que nuestra vida de resucitados será parecida a la vida de los ángeles.

San Pablo dice: El transformará nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo (Flp 3,21).

Y añade: Y cuando este ser corruptible se vista de incorruptibilidad y este ser mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que lo que dice la Escritura: La muerte ha sido vencida (1Cor 15, 54).

Ahora vemos a Dios como en un espejo, después lo veremos tal cual es, y en esta visión beatifica seremos felices.

Antes se hablaba mucho de la muerte, del cielo y del infierno, ahora apenas se habla. Parece que, como nos encontramos tan bien aquí, en la tierra, nos olvidamos de las verdades eternas y de las postrimerías del hombre: muerte, juicio, infierno y gloria.

En este tiempo de otoño es bueno meditar estas verdades, que pueden ayudarnos a no pecar y mirar más a Dios.

Finalmente, deseo deciros que el cristiano, al pensar en la vida eterna, no es que se olvidar la vida presente, todo lo contrario, el camino que lleva a la vida eterna es el camino de las buenas obras de cada días y el de la buena doctrina.

El camino que conduce al cielo, no ha de ser otro que el camino del amor, es llevar a la práctica el mandato de Jesús: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12).

¡Que paséis un buen domingo!

 

SED DE INMORTALIDAD.

Quiero creer que el morir

es principio de un vivir mejor

y ahogo dentro de mi

las voces que dicen que no.

Cierto estoy que el sufrir

pórtico de mejor gozar

y ahogo dentro de mi

las voces que dicen que no.

Sobre el principio y el fin

brilla la faz de un Creador

y ahogo dentro de mí

las voces que gritan que no.

(M. Saperas. Llantió d'argent.)