PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
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Para comprender la fiesta que celebramos hoy, la Presentación del Señor en el Templo y la purificación de María, tenemos que tener presente dos leyes dadas por Dios, según vemos en el Antiguo Testamento.

La primera era que cuando una mujer daba a luz un hijo, pasados los cuarenta días después del parto, tenía que presentarse al sacerdote, en el templo, para purificarse y ofrecer un cordero y un pichón, si los padres eran ricos, o un par de tórtolas y dos pichones, si eran pobres. José y María ofrecieron un par de tórtolas, y dos pichones.

La segunda ley, que leemos en el Éxodo, mandaba que se ofrecieran a Dios los primogénitos de las personas y de los animales. –Conságrame todos los primogénitos entre los israelitas, tanto de los hombres como de los animales, son míos (Ex 13,2). Y cuando tu hijo te pregunte el día de mañana: "¿Qué significa esto?". Le dirás: Con gran poder nos sacó el Señor de Egipto, de la tierra de esclavitud. Entonces el faraón se obstinó en no dejarnos salir, y el Señor mató a todos los primogénitos de Egipto: a los de los hombres y a los de los animales. Por eso sacrifico al Señor los primogénitos de los animales y rescato a mis primogénitos (Ex 13,14-15). El rescate se hará al mes de nacer, a razón de cinco monedas de plata según el peso del santuario, que es doce gramos (Nm 18,16).

San Lucas nos dice que María y José fueron al templo para la purificación legal y ofrecer el rescate como estaba prescrito.

La Virgen María, como dice fray Luis de Granada, no tenía obligación de purificarse, porque había quedado, en aquella sagrada parte, más pura que las estrellas. Ya que todo había sido extraordinario y milagroso. La concepción había sido sobrenatural, por obra y gracia del Espíritu Santo. San José no necesitaba rescatar al niño porque era Dios, y toda su vida era una pura oblación a Dios.

Pero san José y Maria cumplieron la ley de Dios, para darnos ejemplo de obediencia y humildad.

Todo se llevó a cabo con la máxima sencillez. Así es como Dios hace las cosas, y aquel día se cumplió la profecía de profeta Ageo, cuando dijo que aquel templo sería reconstruido tras el cautiverio de Babilonia y tendría una gloria mayor que la que había tenido el templo de Salomón, al recibir el Mesías: Haré temblar a todas las naciones. Acudirán todas las naciones con sus tesoros, y yo llenaré de gloria este templo, dice el Señor todopoderoso (Ag 2,7).

Los grandes de aquel tiempo, los sacerdotes, los doctores de la ley, los gobernantes, no se dieron cuenta de quiénes eran los que habían entrado en el templo aquel día, pero, sí que se dio cuenta el anciano Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que había recibido un oráculo del Señor, según el cual no vería su muerte antes de ver al Redentor.

Impulsado por el Espíritu Santo, fijaos bien en estas palabras, fue al templo y, cuando entraban José y María con el niño Jesús, lo cogió en sus brazos y exclamó: Ahora, Señor según tu promesa, puedes dejar que tu siervo muera en paz. Mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos (Lc 2,29-30).

Imaginaos, cristianos que me escucháis, la alegría de Simeón al abrazar a Jesús, que le hace decir: Señor, ya me puedo morir, porque mis ojos han contemplado al Salvador.

Otra persona, también humilde y sencilla, la anciana Ana, hija de Fanuel, fue también privilegiada para ver a Jesús. Una viejecita simpática, de ochenta y cuatro años, que nunca se movía del Templo, que daba culto a Dios noche y día, con ayunos y oraciones. Ella se presentó en aquel mismo momento dando gracias Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén (Lc 2,36-38).

La fiesta que celebramos hoy, ya se celebraba en el siglo cuarto, en la iglesia madre de Jerusalén, como refiere el diario de la peregrina española Egeria, que, durante la década de los años trescientos ochenta, peregrinó a Tierra Santa, visitó Constantinopla, y después pasó a Roma. Dice Egeria que el papa Sergio le dio, a esta celebración, mucha solemnidad, y mandó que en la basílica de Santa María la Mayor se realizara una procesión de penitencia, antes de la misa.

De todas las fiestas nos podemos aplicar consecuencias prácticas para nuestra vida cristiana.

En la fiesta que celebramos hoy, la primera es que, nosotros, como el Señor, somos personas consagradas, ofrecidas, entregadas a Dios por el bautismo, que nos hizo cristianos.

Que del mismo modo que Simeón escuchó la voz del Espíritu Santo, que también nosotros sepamos escucharlo.

Y como la profetisa Ana que daba gloria a Dios, hablando de Jesús a los que esperaban la redención de Israel, también nosotros podemos hablar de Jesús a nuestros familiares, amigos y conocidos.

Que la Madre de Jesús y san José nos ayuden a purificarnos de nuestros pecados para saber dar gloria a Dios en nuestra vida.

Que tengáis una feliz fiesta de la Presentación del Señor y de la Purificación de María, y que la velita que nos da la Iglesia sirva para recordaros que tenemos que ser la luz del mundo.